jueves, 23 de julio de 2009

El que mata a una nos mata a todas


“Hay sangre en las veredas. Hay otro hijo huérfano.
Hay otra madre ausente. Hay otra historia trunca, repetida y absurda.
Hay sangre en las veredas...Y una vez más, la violencia.
Hay otra tumba abierta, esperando en silencio.
Hay tanta negligencia... Desidia, complacencia, desprecio por la vida...
Por eso de nuevo, como a cada momento, desde China a la Argentina, en todas las ciudades, hay sangre de mujeres tiñendo las veredas.
Otra mujer golpeada, maltratada, humillada, sometida, violada, está sola y espera.....Nadie oye sus reclamos...”



Hay interrogantes esenciales que debemos infiltrar en la comunidad: cómo cambiar el espacio que la sociedad le concede al hombre en una cultura aún patriarcal. Cómo romper el estrecho vínculo entre masculinidad y violencia. De qué manera infundir, desde la familia y la escuela, en los primeros años de la infancia, esa sensibilidad emocional que les transmita que no es necesario demostrar por la fuerza su condición masculina.
Estos entresijos no buscan más que llamar a la meditación sobre la forma más brutal de la potestad de género en la vida de los hombres.
Hasta hoy, nos hemos restringido a batallar pródigamente sobre los cambios de género entendidos como el compromiso de las mujeres de transformare a sí mimas, pero no vislumbramos que el entramado patriarcal sostiene —en uno y en otras— un implacable mandato cultural con consecuencias infaustas para ambos.
Por eso es vital que más allá de los nuevos andamios crujientes del siglo XXI, se miren a los ojos cientos de mujeres y se encuentren en la encrucijada donde las atrapa una concepción en auge, que a la vez que declama el protagonismo conquistado en altos cargos políticos, empresariales o sociales, desnude la paradoja que invisibiliza el horror que oculta un mundo que continúa cobrándose la vida y los cuerpos de las mujeres.
Nos hemos limitado a denunciar lo más evidente: que ellas han sido víctimas de su vulnerabilidad frente al abuso del poder de los hombres; que en el mundo están siendo asesinadas cada vez en mayor número por sus propias parejas; que son golpeadas y muchas veces masacradas en sus hogares; violadas, mutiladas o simplemente condenadas a morir por haber nacido niñas o antes de nacer por el solo hecho de ser mujeres; sin contar todas las otras formas más sutiles de opresión, discriminación, maltrato e injusticia que las segregan.
Todos los días los medios de comunicación nos abruman con noticias pavorosas sobre la aniquilación y muerte de mujeres, niñas y adolescentes por razones de género. Noticias que despiertan horror e impotencia. Sabemos que además de ser “objeto” masivo del femicidio, el trato violento y los ataques sexuales, las mujeres son culpabilizadas por lo que les ocurre en una tragedia que ha sido el peor y nunca nombrado holocausto cometido en la historia de la humanidad.
Una ofrenda inútil que no implica que los hombres hayan salido indemnes. Por el contrario, han sufrido en su condición de hijos, esposos, hermanos, padres o amigos de esas víctimas; como han perdido también en su rol de agresores por las consecuencias que estos hechos tienen en sus vidas, aún cuando no sean juzgados o sentenciados por sus crímenes.
Poco y nada se ha dicho sobre las diversas y terribles consecuencias del mandato que obliga a los hombres a poner en riesgo sus vidas, por ejemplo a través de patotas o “tribus”, en los enfrentamientos públicos y callejeros que protagonizan en forma cotidiana para reafirmar su machismo.
Para ellos la alternativa parece única: o las mujeres mueren a manos de los hombres o ellos se matan entre sí, empujados a las guerras o a las calles, a las actitudes autodestructivas y a optar por la fuerza y la violencia para probar a voces “quién es el que la tiene más grande”
Esta represión de la propia sensibilidad, de sus intrínsecas particularidades femeninas, sumadas a los procesos violentos de crianza y al estímulo constante de los comportamientos agresivos en la vida diaria, han convertido a millares de hombres en verdaderas bombas de tiempo, que al más pequeño estímulo explotan contra los más débiles, agrediendo o matando sin la menor piedad y sin conciencia alguna sobre las razones de su comportamiento demencial.
Es evidente que no podremos proteger la vida y la integridad de las mujeres, de los niños y niñas, sin promover cambios en una cultura de género que nos revela al machismo como una auténtica patología social.
Y también es un hecho que no podremos desafiar con éxito otros grandes problemas sociales como la pobreza, las enfermedades o la destrucción del medio ambiente sin desarrollar una nueva conciencia en los hombres sobre esta cultura del egoísmo, la opresión y la insensibilidad.
No hacerlo, no reclamarlo activamente, es construir una inexpugnable muralla a la evolución social y un claro aguijón a la violencia femicida.
Si el gran avance del siglo pasado fue despertar la conciencia de género en las mujeres, en este siglo deberíamos emprender una labor paralela con los hombres.
Carece de sentido empujar cada vez más a las mujeres a ocupar roles representativos sin, al mismo tiempo, apurar a los hombres a un nuevo protagonismo en la vida privada, estimulando su afectividad y su inteligencia emocional como grandes cualidades masculinas, frente a la creencia arraigada de que constituyen signos de debilidad.
Si los hombres comprendieran el impacto infortunado del mandato machista en sus vidas no sólo podríamos prevenir, disminuir y erradicar la violencia, sino también construir sociedades más justas, solidarias y humanas.

Fuente: http://www.diarionorte.com/noticia.php?numero=36640

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