La psicoanalista Mabel Burin -autora del libro El malestar de las mujeres, la tranquilidad recetada- analiza en la siguiente entrevista el modo en que los estereotipos de género atraviesan la consulta médica y – muchas veces – naturalizan malestares y condenan a las mujeres a la medicalización innecesaria. “Hay un modo de enfermar específico de las mujeres y hay también un modo de expresar nuestro malestar diferente al de los varones. Es una diferencia basada en una larga historia social de acumulación de experiencias que constituye nuestra posición en el género” observa.
En un consultorio médico, ante un clínico de cabecera, una persona de entre 45 y 48 años plantea que no tiene deseo sexual, que le cuesta levantarse a la mañana, dormirse por la noche y no siente entusiasmo por su trabajo.
Las respuestas posibles son dos:
- Trate de diversificar su vida sexual, haga actividades recreativas, algún deporte, tome vacaciones, haga cambios en sus condiciones de vida y vuelva en unos meses a ver cómo sigue.
- Es normal a su edad que tenga estos síntomas, podemos hacer algunos estudios clínicos para descartar alguna patología, pero le puedo indicar algún ansiolítico para irse a dormir a la noche y algún antidepresivo para poder levantarse a la mañana.
En el primer caso, el paciente es un hombre y en el segundo, la paciente, una mujer.
De este modo ejemplifica Mabel Burin, psicoanalista, autora del libro El malestar de las mujeres, la tranquilidad recetada, el modo en que los estereotipos de género atraviesan la consulta médica y – muchas veces – naturalizan malestares y condenan a las mujeres a la medicalización innecesaria.
“Hay un modo de enfermar específico de las mujeres y hay también un modo de expresar nuestro malestar diferente al de los varones. Es una destacado, burin diferencia basada en una larga historia social de acumulación de experiencias que constituye nuestra posición en el género”. Será por eso de que un hombre macho no debe llorar y de que las minas enseguida te hacen puchero y sueltan la lágrima, vinculado lo macho con la fortaleza y el llanto con la debilidad, que históricamente las mujeres han manifestado sus emociones y – en consecuencia – han sido quemadas en la hoguera, internadas por histéricas o acalladas con la píldora de la felicidad. “Se espera de nosotras que hagamos saber a los otros lo que nos pasa; es raro que podamos quedar calladas y ser impasibles ante algunas formas de sufrimiento. Nuestro modo de constituirnos es acercarnos, contactar, hacer empáticamente un vínculo con el otro” observa la especialista.
- En el modo en que profesionales de la medicina responden de modo diferente a una mujer que a un varón por iguales síntomas, queda claro el déficit de la escucha. ¿Por qué se dice que la incomunicación es de doble vía?
- Es que cuando nos ponemos a analizar con más detalle los modos de expresión de lo que se ha llamado el malestar de las mujeres, entendemos que estamos tratando de expresar algo para lo cual no hay muchas palabras. Entonces, usamos el cuerpo como formas de expresión: llanto, suspiros, gritos. Un lenguaje que no es el típico, racionalizado al estilo predominantemente masculino. Esto suele irritar a las personas que atienden la salud de las mujeres y hace que nos diagnostiquen o nos observen como para sacarnos rápidamente de encima. Los estilos de salud predominantes, el modelo médico hegemónico tiende a acallar esas formas de malestar. Les molesta porque no tienen cómo codificar en clave clásicamente masculina lo que nos pasa como mujeres. Así, muchas veces nos sentimos frustradas cuando acudimos a una consulta médica. Percibimos que no están captando exactamente lo que queremos trasmitirá. Y a menudo no tenemos los lenguajes suficientes para trasmitirlo.
Así como el patriarcado está asentado sobre binarismos: hombre – mujer; mundo público – mundo privado; proveedores – cuidadoras y tantos más, el ámbito de la medicina, como parte del mismo sistema, no está exento de la segmentación y las cosas se dirimen en salud – enfermedad. Sin embargo, cuando aparecen síntomas que no tienen como correlato una patología específica, la ciencia positivista, que debe saber y responder, los subestima o los silencia, sin entenderlos. Burin, para escapar de la trampa dicotómica utiliza el término malestar. “El malestar sin nombre, lo llamó Betty Friedan en la mística de la feminidad. Malestar, a diferencia de estar enferma, implica un sentimiento íntimo, subjetivo, de no estar enferma, pero tampoco saludable. Es un término a medio camino. A veces es muy difícil hacer una descripción del síntoma; muchas veces el dolor es dolor psíquico que se expresa en el cuerpo. Pero lo que hay previamente a construir ese síntoma en el cuerpo es un estado psíquico de insatisfacción, de frustración.”
La expresión “estas somatizando” ha ganado popularidad en los últimos años y, a través de su repetición automática, ha contribuido a naturalizar – una vez más – el malestar de las mujeres como algo propio de sí mismas. Todo proceso de naturalización de un hecho construido consiste en la escisión del hecho y las causas que lo generan, con la consecuente imposibilidad de cambio. Al naturalizar el malestar de las mujeres, se las condena a la cronicidad de sus síntomas.
¿Cuáles son las causas del malestar de las mujeres?
Esos estados muchas veces devienen de lo que llamamos las condiciones de vida de las mujeres. Existe lo que se llama la neurosis del ama de casa, que consiste en la frustración de estar encerradas en un escenario doméstico. La obligación – en tanto mandato - al ama de casa de mantener el equilibrio y la armonía del hogar se ha desplazado, como un hecho natural y, entonces, una mujer que trabaje de maestra, secretaria, o la profesión que sea, tiene el deber de mantener y conservar la armonía y el equilibrio emocional del entorno. Muchas mujeres, incluso, dicen que es su ventaja comparativa a la hora de buscar trabajo, el ser conciliadoras, amables y agradar a todos. Esto implica un esfuerzo emocional difícil de soportar que a veces se expresa como situaciones de estrés. Cuando se fracasa – ante una expectativa tan alta – pueden sobrevenir estado de depresión con predominancia de tristeza, pesimismo y auto reproche. Los estados depresivos son una verdadera epidemia en este momento de todas las mujeres de todos los ámbitos y sectores sociales, amas de casas y no amas de casa.
Si se continúa la línea de escuchar dichos populares y frases reiteradas, es común entre mujeres preguntarse: ¿tu marido te ayuda? Y en el mejor de los casos, responderse: “sí, colabora en todo lo de la casa”. Ayudar, colaborar, implica – de forma muy clara – de qué lado está la obligación. Porque si bien la mujer ha roto la barrera del mundo privado y se ha insertado en el mundo público, lo doméstico no se ha extendido al área de responsabilidad de los varones. En consecuencia, la mujer está sometida a la doble y triple jornada de trabajo. Así como en su momento, las primeras feministas concluyeron en que lo privado es político a partir del compartir en grupo sus experiencias, hoy la resistencia está, al modo de ver de Mabel Burin, en agruparse: “solas no vamos a poder, es necesario que nos juntemos para poder fortalecernos y reclamar por nuestros derechos.”
- Además de los y las profesionales de la salud, ¿hay un contexto que facilita o promueve la medicalización del malestar de las mujeres?
Sí, hay toda una industria farmacéutica y de laboratorios que encuentra en las mujeres un mercado consumidor preferencial y hacia ellas dirigen muchos de los remedios que fabrican. Suelen convencer a los médicos de que son buenos para sus pacientes y muchas veces los médicos redondean sus presupuestos por esa vía. Hay todo un sistema al que enfocar en su totalidad. Los psicofármacos, en medios urbanos, son hoy de prescripción preferencial, en especial los ansiolíticos y antidepresivos. También hay que decir que se ha avanzado mucho en medicamentos de última generación, que cuando están bien indiciados en tiempo y dosis, son muy efectivos. Según la OMS (Organización Mundial de la Salud) la tendencia indica que la prescripción de psicofármacos a las mujeres es de 3 a 1 respecto a los hombres. El problema es que son todos potencialmente adictivos. Generan dependencia y hay que hacer un tratamiento especial para poder dejarlos.
- ¿Se puede pensar la prescripción abusiva de psicofármacos como estrategia de control social?
Muchos sostiene que los psicofármacos son estrategias de control social sobre algunos ciudadanos rebeldes, disidentes de los modos de comportamiento esperable. A falta de chaleco de fuerza, como en otros tiempos, ahora se recurre al chaleco químico. En algunos casos es cierto. Por ejemplo, si se trata de una sociedad o una cultura en donde se precisa que las mujeres de mediana edad se comporten como buenas madres, esposas y amas de casa, es probable que haya mucha mayor prescripción de estos medicamentos que en otras culturas en donde las mujeres tengan otras opciones y puedan recurrir a otras condiciones de vida que mejoren su estado de ánimo. Esto también tiene un corte por grupos religiosos, que imponen sus modos de vida a las mujeres y que la única manera que encuentran de disciplinarlas es darles remedios. A veces, se complementa con ejercicio de violencia. Y si no, estas formas también son recursos de violencia, para silenciarlas o acallarlas. Es lo que llamamos los nuevos modos de opresión de las mujeres.
Burin insiste en la necesidad de empoderar a las mujeres como forma de resistir: “apoyarse unas a otras, confiar, conocer las flaquezas pero apuntar a reforzar las fortalezas, en forma grupal”. Para contrarrestar la noción internalizada de ser el sexo débil y no para “sentirnos frágiles y esperar a que el médico extienda su receta”.
Es claro que privatizar el malestar de las mujeres no lo desaparece ni mucho menos erradica sus causas. Y que su atención adecuada excede al sistema médico y depende del contexto social más amplio en el que se inserta. El derecho a la diversificación de la vida sexual, la recreación, el deporte y las vacaciones, no es privativo de los varones, sino que es inherente a las personas, sin distinción de género.
FUENTE: COMUNICAR IGUALDAD - Por Lourdes Landeira
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