La libre elección, el derecho a procurar mi propia felicidad, mi derecho a autodeterminar mi identidad, el libre desarrollo de mi personalidad, la elección de mi estilo de vida en una sociedad tolerante, la meritocracia, el emprendimiento, el empoderamiento, mi derecho a perseguir mi voluntad, mi derecho a defender mis intereses…estas nociones son el corazón de la utopía liberal que, tras varios siglos desde las primeras enunciaciones liberales, aún mantiene la hegemonía ideológica de nuestro mundo.
No cabe duda de los cambios positivos que el liberalismo trajo al mundo frente a la sociedad estamental del Antiguo Régimen. Además, el ideal de la libertad sirvió y sigue sirviendo de inspiración para la lucha feminista y estuvo presente desde el comienzo en la lucha anticolonial. También inspiró al movimiento obrero: el marxismo evidenció las contradicciones entre esa libertad proclamada y la realidad material de la clase obrera.
En nuestros días, en un contexto de economía neoliberal, no solo existe una contradicción entre la libertad sobre el papel y la libertad real, sino que además el mito de la libertad se utiliza para ocultar la opresión. Así, nos hacen creer que emigramos por espíritu aventurero, o como denuncia el filósofo Zizek, que el paro es la situación ideal para reinventarse. Se nos invita a contentarnos con salarios bajos a cambio de “una buena imagen” y a percibir nuestra situación de falsas autónomas como la oportunidad de ser empresarias de nosotras mismas.
La creciente desigualdad no nos indigna tanto si la vemos como un estilo de vida que hemos elegido porque somos diferentes. Con respecto a la tolerancia liberal, señala Zizek, esta significa que cada persona es libre de hacer lo que quiera siempre que se mantenga apartada y no nos contamine con sus diferencias incómodas.
La inclusión liberal es frecuentemente un fetiche humanitario, un juego de enumeraciones con muchas comas, un anuncio de coca-cola que enfatiza la diferencia y la vuelve un folclórico producto de consumo sin permitirnos dialogar con ella, incluyendo la crítica argumentada, y transformarnos a nosotras mismas en ese intercambio.
La libertad se ha convertido en la ideología legitimadora que oculta la desigualdad social. La filósofa Martha Nussbaum rechaza la concepción liberal que ve los derechos humanos como una voluntad o una libertad individual que se ha de proteger. En primer lugar hay que señalar que los deseos son muy maleables, son adaptables a las expectativas y posibilidades. Aprendemos a no desear cosas que la realidad social y política pone fuera de nuestro alcance. Una niña que jamás en su vida ha probado un helado y que no sabe ni que existe, no puede desear comer uno.
Con frecuencia las aspiraciones de las mujeres se adaptan a las descripciones propias de su época sobre el papel que les corresponde, en términos de belleza, inclinación al cuidado, convicción acerca de nuestra supuesta debilidad física, etc. Además las mujeres podemos llegar a aceptar una mala situación si no podemos acceder a ninguna mejor, incluso aunque eso implique peligro para nuestra vida, nuestra integridad física o sufrir ofensas constantes contra nuestra dignidad.
De este modo, un ideal social que ponga el acento en la libertad, sin destacar la necesidad de unas condiciones previas de igualdad, termina por reforzar un statu quo injusto y por frenar cualquier cambio real. Es frecuente que en nuestra sociedad escuchemos discursos que culpan a las mujeres de la opresión que padecen, achacándola a sus propias “elecciones” (ella eligió a ese hombre, ella eligió continuar con él, ella decidió tener hijos, ella decidió ir a su casa, ella decidió dejar su trabajo para cuidar, ella decidió estudiar esa carrera).
Estos discursos minimizan el modo en el que la ideología patriarcal moldea los deseos de las mujeres, y también minimizan el hecho de que necesitamos información y medios materiales para poder tomar decisiones libres. Por ejemplo, imaginemos que a una persona se le ofrecen dos “soluciones” frente a su problema de salud: morirse o ser amputada. La persona escoge la amputación, ¿hubiera escogido lo mismo de tener más alternativas sanitarias?
Las personas de izquierdas están bastante de acuerdo con lo expuesto hasta aquí. Sin embargo, cuando entra en juego la esfera de la sexualidad, casi todo el mundo parece volverse repentinamente neoliberal. Por suerte, ahí están las feministas como Ana de Miguel, Rosa Cobo o Pilar Aguilar para denunciar los mitos liberales. El feminismo denuncia que la sociedad patriarcal, en alianza con el capitalismo, ha elaborado el mito de la libre elección: la idea de que las mujeres permanecen en posiciones de subordinación por voluntad propia. La prostitución y los vientres de alquiler son fenómenos que expresan la manifestación extrema de este discurso.
Este mito de la libre elección, al aunarse con el patriarcado, llega a extremos terribles. Como sostiene Catharine MacKinnon, la noción del consentimiento sexual en la sociedad patriarcal actual llega a ser tan perversa que una mujer puede estar muerta y supuestamente haber consentido la relación sexual. Según la jurista, las mujeres somos educadas en la sociedad de la pornografía para desear ser humilladas, y el patriarcado llama a eso “libertad sexual de las mujeres”. No importa lo que le ocurra a una mujer, que puede ser torturada o empalada: si eso se produce durante una “relación sexual”, la sociedad patriarcal presumirá su consentimiento, sin que apenas importen sus palabras o los hechos.
Es en este contexto teórico donde se produce el “debate” sobre la prostitución. El mito de la libre elección llega a emplearse para argumentar a favor del derecho de las mujeres a elegir prostituirse. Muchas personas que se declaran de izquierdas, feministas o incluso feministas interseccionales (antirracistas) deciden pasar por alto, en este caso, los aspectos estructurales del fenómeno y mirar el asunto como si consintiese en la firma de un acuerdo entre dos personas libres e iguales.
Poco les importa que casualmente los puteros sean hombres y las prostituidas las mujeres, no les importa que la inmensa mayoría de las mujeres prostituidas sean inmigrantes, no les importa que la prostitución sea un fenómeno terriblemente racista y colonial, les da igual que la prostitución sea el tercer negocio más lucrativo del planeta ni que los hombres de la mafia proxeneta sean sus grandes beneficiarios, poco les importa que las mujeres prostituidas carezcan de opciones laborales o de papeles, o que provengan de historias de violencia de género o de abuso sexual infantil, poco les importa que las mujeres sean tratadas como cosas y que gran parte del “morbo” radique en la impotencia y desesperación de las mujeres, poco les importa que su salud sea puesta en grave riesgo constantemente, que sufran niveles de violencia incomparables con ningún trabajo asalariado, o que no sea posible establecer medidas de seguridad e higiene laboral ni inspecciones de trabajo.
Se empeñan en defender el ideal de un pacto entre personas autónomas, iguales y libres cuando saben perfectamente que los puteros exigen constantemente “género nuevo”, lo que exige un nivel de movilidad constante solo posible en un modelo de “gran empresa” organizado por cuenta ajena y a escala internacional, que mueva grandes sumas de dinero, como es el caso de la industria proxeneta.
La “libertad sexual” se confunde con “libertad para desear lo mismo que desean los hombres” y se tacha de puritano el discurso feminista que defiende el derecho de las mujeres a tener relaciones sexuales solo cuando satisfagan nuestro placer afectivo-sexual (y no solo el placer masculino, como es usual). Se nos acusa de estigmatizar formas de sexualidad disidente por puritanismo.
En primer lugar, la prostitución no es una sexualidad disidente, sino una de las grandes expresiones de la ideología patriarcal y capitalista dominante. El segundo lugar, nuestra motivación, lejos de ser puritana, se basa en una concepción igualitaria de la libertad y en una concepción emancipadora de las relaciones sexo-afectivas. El tercer lugar, las abolicionistas no estigmatizamos a las mujeres prostituidas, sino que es la dinámica prostituyente/patriarcal la que estigmatiza a las mujeres a las que concibe como seres para usar y desechar. Las abolicionistas, seamos o no sobrevivientes de la prostitución, nos percibimos como parte de la clase sexual de las mujeres y nos negamos a reproducir la división tradicional entre esposas y putas, que tiene como finalidad impedir la alianza de las mujeres.
Por último, creo que el estigma no es el único problema, ni el problema principal de las mujeres prostituidas, del mismo modo que la victimización no es el único ni el principal problema de las mujeres víctimas de violencia de género en la pareja. El énfasis desmedido en el estigma forma parte del intento liberal de sustituir las desigualdades sociales por una falsa tolerancia multicultural.
Cuando las feministas insistimos en llevar a la agenda política la prostitución lo hacemos porque pensamos que la posición que adopte sobre este tema un partido político o una organización muestra con especial claridad si se ubican dentro de la ideología neoliberal dominante o si se ubican en una crítica al mito de la libre elección. Si un partido de izquierdas transige con el discurso liberal sobre la prostitución, pensaremos de forma fundada que harán lo mismo con la “uberización” de la economía y con el retroceso en los derechos sociales.
Como mínimo pensaremos que los derechos de las mujeres les importan tan poco que son incapaces de aplicar a las mujeres los mismos principios que aplican para analizar el mundo del trabajo. Ningún supuesto antirracismo tendrá para nosotras credibilidad si es capaz de ver la injusticia de los CIE pero no es capaz de ver la opresión específica por razón de sexo que sufren las mujeres inmigrantes prostituidas. Ningún supuesto feminismo tendrá para nosotras la más mínima credibilidad si considera que la sexualidad es “la gran excepción” y que la libertad de las mujeres es la única que no necesita una base de igualdad material para ejercerse.
Fuente: Tribuna Feminista -Por Tasia Aránguez Sánchez
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