jueves, 23 de mayo de 2013

ACOSO CALLEJERO: LA BÚSQUEDA DEL ROCE NO TIENE PERDÓN.






El acoso callejero es una de las formas de violencia simbólica más naturalizadas. ¡Cómo vamos a ofendernos si nos dicen “piropos” por la calle! Lo mínimo que recibiremos por semejante reacción es el insulto de un varón ofendido. Sin embargo en los últimos años cada vez más mujeres alzan la voz para decir que un “mamita” no es piropo y que no hay perdón para quien “busca el roce” en un medio de transporte, como proponía meses atrás una campaña –luego levantada por misógina- de cerveza Schneider.  


“El uso y abuso del cuerpo del otro sin su consentimiento puede darse de diferentes formas, no todas igualmente observables” (Rita Segato)





 Monserrat Costa se siente “asqueada, harta” y así lo manifiesta en Facebook cuando llega a su casa – en el barrio porteño de Floresta – y se sienta frente a la computadora.  Las cuadras que caminó por la calle fueron un “desfiladero de chiflidos, groserías y otras yerbas”. Mientras se preguntaba si cabría la posibilidad de hacer alguna denuncia que fuera tomada en serio contra los acosadores callejeros, escuchó una nueva grosería y decidió contestar. Por respuesta, recibió:

- Encima que te digo que sos linda te enojás, loca!

- ¿Sabés qué pasa?, yo no te pedí tu opinión, campeón.

- Loca… Já.

Su muro virtual rápidamente comenzó a recibir comentarios solidarios de muchas de sus amigas y de algunos amigos.

El acoso callejero es una de las formas en que se manifiesta la violencia de género, padecida por las mujeres, por el solo hecho de serlo, en los espacios públicos. Desde el piropo de apariencia más inofensiva, hasta el insulto, el manoseo y el exhibicionismo  se encuadran en uno más de los modos “naturalizados” de apropiación de la identidad de las mujeres a través del dominio sobre sus cuerpos, en el sistema patriarcal de dominación.  Son violencias de todos días, que se ejercen a gritos de imperio masculino.

Cuando Monserrat responde a su agresor, produce, en primer lugar un corrimiento de lugar; se revela como “sujeta” de derechos y así se rebela contra la posición de objeto disponible a las necesidades del hombre, en que la colocó el varón. A él le queda una respuesta: “loca” opera a la vez como descalificativo y como excepcionalidad, lo fuera de la norma. Ambos siguen su camino, ella decidida a continuar la batalla en otro espacio público, el virtual, y él reafirmado en su machismo.

Circula en Internet un video  http://youtu.be/QXYV3wO59UA   que invierte los roles y muestra a un varón transitar su día bajo la mirada e insinuaciones de todas las mujeres con las que se cruza, como intento de concientizar a los hombres de lo que significa en términos de libertad e identidad ser materia de uso apropiada por desconocidos. La naturalización de los estereotipos y roles de género es un logro implacable del patriarcado, no invencible, como está demostrado por las luchas de mujeres de todo el mundo, pero sí muy difícil de combatir. Es por eso, que un varón piropeador cree no tener nada que ver con los feminicidios, dado que las redes que los conectan están invisibilizadas.


Una mujer de 30 años, el 3 de mayo de este año, fue violada en un colectivo, en Río de Janeiro. El atacante primero robó a quienes iban en el micro y luego colocó un arma en la boca de su víctima, la violó y bajó en la zona portuaria de la ciudad. No es la primera vez que sucede. Un mes antes, una turista estadounidense había sido violada en la zona de Copacabana, en una camioneta de transporte alternativo.

Es sabido que el lugar de mayor inseguridad para las mujeres es el ámbito privado; la mayor parte de los feminicidios son cometidos por parejas o personas cercanas a las víctimas. Sin embargo, es en el ámbito público, en la calle, el tren, el colectivo, en donde se comienza a gestar la apropiación del cuerpo de las mujeres por parte de los hombres. Se las condena a restringir sus espacios, momentos y modos de circulación para evitar el acoso. Entonces, el dominio del ámbito privado al que tradicionalmente se relegó a las mujeres es el espacio más inseguro y lo público se constituye en el lugar de amenaza para las mujeres, que más allá de la posibilidad de un robo, temen el correlato de la violación. Es una violencia que se gesta  desde el día en que un varón le dice a una chica un simple “hola linda” y que implica el derecho que él cree tener a abordarla y a opinar sobre ella, sin que nadie se lo haya pedido.

Mariana Salomón vive en zona oeste y viaja desde siempre en el Sarmiento. Desde chica, hizo esfuerzos por invisibilizarse y comprimirse lo más posible ante los varones que se apoyaban en ella, en algunos casos, hasta con movimientos masturbatorios. Nunca pudo contestar, ni siquiera el día en que su abusador de turno, en el tumulto del pasillo del tren,  le rompió el pantalón cuando la manoseaba. “Era de mala calidad, lo había pagado muy barato”; pensó humillada. Su prima fue asesinada por un compañero de trabajo, cuando intentaba defenderse de una violación.  Hoy ella sabe que no es culpable del acoso callejero y que no es su ropa, su mirada, ni su forma de pararse la que lo provoca; sabe que es una problemática internacional que cuenta con activistas que lo denuncian e intentan combatir en todo el mundo. En el círculo de la violencia de género, las desigualdades generan violencia y la violencia se ejerce para perpetuar las desigualdades.


Atrévete o Hollaback es el nombre de un movimiento internacional que promueve la recuperación del espacio público,  proclama el derecho a su uso  libre de acoso y combate la aceptación cultural de  cualquiera de sus formas.  El movimiento surgió en Nueva York en el año 2005. En el subte, un hombre se masturbaba mirando a una mujer. Ella, ThaoNguyen, lejos de bajar la vista, le sacó una foto con su teléfono, con la que intentó, sin éxito, hacer la denuncia. Sin embargo, no se dio por vencida y subió la foto – y la denuncia – a un sitio de Internet desde el que se comenzó a multiplicar.

Cuando Asunción Magno iba a trabajar a la fábrica, en la Buenos Aires de hace sesenta años, solía cruzarse al “sátiro”. Él se abría el sobretodo y le mostraba el pene. Ella, asustada, apuraba el paso. A su hija, Sofía Quaglia, un hombre se le acercaba en las inmediaciones del colegio y amigablemente le mostraba una revista con desnudos; ella la miraba de reojo y sin levantar la vista ni contestar, se retiraba. A su nieta, Lina Correa, en un colectivo le tomaron una foto con un celular. Ella iba con su novio, quien se enojó ante lo que consideró un avasallamiento a “su” chica. Ella, en parte, se sintió halagada de haber sido una “chica bondi”.  Chicas Bondi es el nombre de una página de Internet creada por un hombre joven para subir las fotos que toma en los colectivos – “a modo de piropo” – a las mujeres que a su criterio representan “la belleza natural”. El debate sobre límites de lo público y lo privado, llegó  a la Defensoría porteña que en abril de este año dictaminó que se trata de “invasión a la privacidad” y que “incurre en violencia simbólica al reproducir una condición estereotipada de la mujer.”


El mismo dispositivo – un teléfono celular con cámara de fotos incorporada – hizo posible individualizar al acosador del subte de Nueva York hace ocho años y habilita hoy a un varón a tomar fotos en los colectivos a chicas jóvenes que respondan a su patrón de belleza y subirlas a una página web, sin consentimiento. En ambos casos, y también en el de Monserrat Costa, el medio de difusión fue Internet. Queda claro que la tecnología, en sí misma, no es buena ni mala; es su uso el que la determina.

Además de abuso, violencia, humillación, gritos sordos, el eco devuelve la palabra denuncia. Por eso cabe la pregunta de cuál es el marco jurídico que podría encuadrar la situación. La Convención Interamericana para Prevenir, Sancionar y Erradicar la Violencia contra la Mujer –conocida como Belém do Pará- definió, en 1994, como violencia contra la mujer a  “cualquier acción o conducta, contra la mujer, basada en su género, que cause muerte, daño o sufrimiento físico, sexual o psicológico, tanto en el ámbito público como en el privado”. En Argentina se sancionó en marzo del 2009 una ley que incorporó expresamente a la violencia simbólica como un tipo de violencia, la Ley 26485 de Protección Integral para prevenir, sancionar, y erradicar la violencia contra las mujeres en los ámbitos en que desarrolle sus relaciones interpersonales. “El cuerpo de la mujer es un campo de batalla” dice Rita Segato. Para que deje de serlo, la batalla que hay que dar es cultural, tecnológica, política, jurídica, literaria, mediática, léxica; ya que se trata de subvertir el orden impuesto por siglos de dominación masculina por sobre más de la mitad de la población: las mujeres.

En Argentina, de todas las situaciones de violencia de género que podríamos incluir dentro del acoso (agresiones, manoseos, descalificaciones, etc) sólo es considerado delito el exhibicionismo. Según el artículo 129 del Código Penal, perteneciente a los “Delitos contra la integridad sexual”: “Será reprimido con multa de mil a quince mil pesos el que ejecutare o hiciese ejecutar por otros actos de exhibiciones obscenas expuestas a ser vistas involuntariamente por terceros; si los afectados fueren menores de dieciocho años la pena será de prisión de seis meses a cuatro años. Lo mismo valdrá, con independencia de la voluntad del afectado, cuando se tratare de un menor de trece años.”

En el ensayo “La argamasa jerárquica: violencia moral, reproducción del mundo y la eficacia simbólica del derecho”, la antropóloga Rita Segato señala la eficacia de la violencia moral en “los menores e imperceptibles gestos de las rutinas domésticas”. En sus propias palabras: “Los aspectos casi legítimos, casi morales y casi legales de la violencia psicológica son los que me parecen revestir el mayor interés, pues son ellos los que prestan la argamasa para la sustentación jerárquica del sistema”.

 FUENTE. COMUNICAR IGUALDAD - Por Lourdes Landeira

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