Título original: Ni una menos. Aquelarre y algarabía.
¿De qué modo los rumores se constituyen en grito? ¿Cuándo cuaja, como una alquimia precisa, una preocupación dispersa en un acto común? Fue la preocupación de la sociología en todos sus tiempos pero especialmente en el más rotundo de sus comienzos: el análisis que Emile Durkheim emprendió de los hechos sociales. ¿Cuándo algo excede las voluntades individuales o su suma, para tener una objetividad distinta, adquirir una realidad propia? Si la sociología se desveló por esto, la historia procuró sus explicaciones y para cualquier político es el horizonte último de sus estrategias: que las corrientes profundas de los ánimos sociales se encuentren con aquellos valores que él sostiene o con su propia persona como representante.
Como espectadora tenaz de esos hechos –a veces recorriendo las calles para husmear qué afectos las recorren; otras, abismada en los periódicos o en las redes–, pero más como escritora, es decir, como insistente productora de discursos que son arrojados, de distintos modos, a la esfera pública, me pregunto por esa alquimia sin llegar a comprenderla. O sabiendo que, aunque nos volvamos expertas en explicarla, a la hora de producirla siempre seremos brujas medio atolondradas.
O brujos que dan manotazos en el aire a la hora de atrapar al colibrí de la movilización popular. Basta recordar que mientras decenas de miles acompañaron un 18 de febrero el acto de memoria por el suicidado fiscal Nisman, un mes más tarde –y habiendo mediado una serie de descubrimientos sobre el modo en que el occiso dispendiaba recursos públicos y entorpecía su propia investigación– dejaron solos a los organizadores y a los medios que irradian su insistente apología. Ni siquiera los gabinetes de marketing más osados logran inventar un acontecimiento. En todo caso, producen una expresión o una imagen que condensa algo que flota en el aire, que se dispersa en lo múltiple. Mucho dijo sobre esto Ernesto Laclau, perseguidor de sofisticadas explicaciones teóricas para llegar al corazón intenso de la política.
Si Ni una menos fue grito de un puñado de lectoras hace un par de meses, hoy se convirtió en un territorio profuso, en el que coexisten retóricas de distinto tipo, inteligencias diversas, apuestas políticas no sólo heterogéneas sino contradictorias, tenacidades militantes y organizativas, novedades tecnológicas, compromisos feministas y pericia en medios de comunicación. Cuando esto ocurre es porque la frase vino a nombrar una preocupación dispersa que tiene un hilo común, pero que se va tramando con otros bien diferentes. Diría: Ni una menos, como slogan y llamado nombró un estado de ánimo colectivo, el rumor social de la preocupación ante cada mujer desaparecida o asesinada.
Circuló el llamado por las redes: en Twitter se le puso fecha a la convocatoria con la frase que ya estaba instalada en facebook. Así como hace décadas alguien como Eliseo Verón pensaba que la puesta en escena televisiva construía el acontecimiento mismo, hoy los entusiastas de las redes las nombran como origen y fundación. Pero estamos más bien ante algo desviado: es muchísimo lo que se dice, anuncia, solicita y despliega en las redes; si esto cuajó es porque había algo que lo preexistía, una conjunción entre ánimo social y trabajo minucioso de los grupos de activistas que venían, con empecinamiento necesario aunque tantas veces desoído, tratando de llamar la atención sobre la cuestión. Que exista la categoría de femicidio, que permite diferenciar estos crímenes de otros, y su registro necesario para realizar efectivas políticas públicas– es parte de esa tenacidad que no vive solo en las redes.
Ni una menos condensó, pero una vez lanzada la consigna a la escucha pública volvió a dispersarse, a adquirir nuevos sentidos, a conjugarse de otros modos. En el momento de la condensación todo parece un aquelarre, grupo de brujas ante un caldero hecho de teléfonos móviles y dispositivos varios para comunicarse al instante; en el de la diseminación sucede algo del orden de la algarabía: la alegría de lo polifónico pero también su confusión. Echada a rodar, la frasecita tiene distinta suerte: desde ser cartel que engalana una fuerza policial o un conductor de televisión experto en alimentar con cuerpos femeninos las fauces del espectáculo televisivo, desde eso a ser caja de resonancia para que familiares y deudos de víctimas puedan gritar su desdicha y su combate o grupos feministas aliar la consigna con persistentes demandas, como la del derecho al aborto. Basta recorrer las redes para ver esta diseminada diferencia y percibir que la circulación de la consigna funciona para generar un campo de circulación de los temas que hacen a la autonomía femenina. Ni una menos tiene un tono, entonces, según quién la pronuncie. La voz común que se conjuga como grito es el Basta a la violencia que se ejerce contra la autonomía y el cuerpo de la mujer. Al mismo tiempo, es diferencia que se expande, porque hay quienes creemos que la violencia tiene muchos rostros y grados y hay un conjunto de libertades por las cuales pelear y no sólo el derecho a la vida, y hay quienes piensan al femicidio casi como una cuestión de inseguridad. Hay política, creo, cuando lo común aparece aún como rasgo interno de la dispersión, como práctica de síntesis en lo heterogéneo. Ni una menos está corriendo esa suerte y mañana habrá actos en setenta ciudades argentinas, y habrá en esos actos imágenes y asociaciones que serán dispares y en esa disparidad encuentro un modo de la felicidad: cuando la frasecilla no se pronuncia en una sola cadencia sino que nombra un pacto o un umbral, el instante de condensación en el que reunimos lo diferente. Imagino una plaza con muchas banderas y muchas consignas y también con muchas personas que no acostumbran ir a movilizaciones pero que esta vez sienten la urgencia de pensar, con otras y con otros, modos de preservar la vida y de hacer justicia.
fuente: PÁGINA 12 - Por María Pía López, Socióloga, docente de la Facultad de Ciencias Sociales (UBA).
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