Fue como si la luz del sol se colara entre el follaje para dibujar, por contraste, una tela de araña hasta entonces escondida en la penumbra. Sólo que los hilos que tejen esta red no son obra de un insecto sino de hombres del poder que tampoco atrapan moscas sino mujeres. A las que no devoran las explotan. Daniela Natalia Milheim, una de los 13 imputadas por la privación de la libertad y promoción a la prostitución de María de los Angeles Verón, lo dijo con la voz trémula de miedo: “Yo fui obligada por Rubén Eduardo Ale a ejercer la prostitución. Seis años fui forzada a ‘trabajar’ para él sin recibir ni un centavo porque él se quedaba con toda la plata”. Así, el ex dirigente del Club San Martín sumó a su prontuario el rol de proxeneta, una sospecha que sobrevuela el caso Verón desde el principio, pero a la que nadie, hasta ahora, había puesto palabras. Las palabras de Milheim alumbraron también otras zonas oscuras: ella misma estuvo cautiva en los mismos prostíbulos donde se vio a Marita Verón y si salió fue porque pudo convencer a sus captores de que tenía una hija con Rubén Ale.
Ese salvoconducto, que delata las conexiones entre el grupo de La Rioja y el de Tucumán –los primeros, dueños de burdeles; los segundos, acusados en distintos grados de haber secuestrado y vendido a Verón–, la llevó a hablar de otro hombre poderoso: Alberto Sosa, secretario general del petróleo y gas privado a nivel local. El, dijo la mujer, la mantuvo, le compró un terreno que después la obligó a vender, le pagó los alquileres de las casas en las que vivió desde 1997 hasta 2003; hasta que le soltó la mano cuando fue detenida en la misma causa que ahora se está juzgando.
Su declaración fue como reagrupar las fichas sobre el tablero: hasta los abogados defensores del grupo de La Rioja entraron en su lógica y hablaron por primera vez de “prostíbulos” y ya no de inocentes “whiskerías” que alquilarían sus defendidos. Un cambio de nominación que ahora consta en actas, más allá del desesperado intento de rectificación.
Eran más de las seis de la tarde cuando Milheim empezó a hablar. Antes, pidió que su hija mayor, la hija de Rubén Ale, se retire de la sala. “Yo no era su pareja, era la mujer a la que él hacía trabajar. Tenía 16 años cuando lo conocí porque hacía tarea de limpieza en una agencia de autos y me llevó a un prostíbulo que se llamaba Delby. Ahí había otros proxenetas. Su señora era María Jesús Rivero –otra de las imputadas, ex propietaria de la remisería Cinco Estrellas–. Me hizo trabajar hasta que me detuvo el Malevo Ferreyra y me picaneó durante más de seis horas; por eso Ale quiso que dejara de trabajar y ahí fue que me quedé embarazada de Ale.”
El jefe de la Brigada tucumana que se suicidó en 2008 había mantenido relaciones “cordiales” con la banda de los Ale; tal vez por el enfrentamiento común con Los Gardelitos, un grupo de delincuentes que actuaba como barra brava del Club Atlético Tucumán, rival histórico del Club San Martín. Como si diera una clase de las relaciones de las mafias tucumanas, Milheim fue dando detalles como si tirara piedras para no perderse en el camino.
Mientras Ale la mantuvo en situación de prostitución, dijo, “me mandó a una plaza en El Altillo, en Catamarca, por eso cuando fui a La Rioja ya sabía lo que era una plaza”. Una “plaza” es, ni más ni menos, que una cama caliente para que pongan el cuerpo las mujeres que “tienen marido”, es decir, según describió Milheim, “las que trabajan para un hombre que se lleva lo que ellas producen”. Una cama caliente que hay que abandonar porque la repetición deja de tentar a los clientes y entonces las ganancias menguan.
“Fui a La Rioja por mi propia voluntad, porque después de haber trabajado para otro quería hacer dinero para mí y para mis hijos.” Es que esta mujer ya había sido madre cuando Ale la captó a los 16. Del padre de ese hijo no quiso hablar, se negó a responder con voz quebrada ese dato. Fue evidente que no quería exponer más violencias. A pesar de haber declarado que fue voluntariamente a La Rioja, en cada paso que describió la traicionaron las palabras: “Primero me llevaron al Candy, pero ahí estuve sólo un día. Después me llevaron al Candilejas y ahí conocí a Hilda Lidia Medina, pero no por ese nombre, la conocía como ‘Mamá Lili’; y también conocí a Azucena Márquez, se hacía llamar ‘Doña Claudia’”. Las dos están acusadas en el caso Verón, la primera como dueña del prostíbulo y la segunda como regente. “Estas mujeres no me querían dejar ir cuando yo me quise volver a Tucumán porque extrañaba a mis hijos. Cuando insistí, me encerraron en una habitación con tres personas. Tuve que decir que tenía una hija con Ale para que me dejaran volverme.”
A pesar de que usó el nombre del dirigente de fútbol como salvoconducto, después insistió con que ni Medina ni Márquez conocían a Ale. Por insistencia de las preguntas que siguieron a su declaración, terminó implicando a otra de las acusadas, Mariana Bustos, pareja de Chenga Gómez, hijo de Hilda Medina. “Ella es tucumana y sabía bien quién era Ale.” Las tres mujeres se habían presentado la semana pasada como amas de casa sin ingresos, sostenidas por sus parejas o sus hijos, sin propiedades ni trabajo fuera del hogar. Como pintura lavada por la lluvia, la máscara que habían montado empezó a desarmarse y violentamente trataron de recomponerla. Medina fue la que se levantó de su lugar de acusada para replicar a los gritos: “¡Estás mintiendo, vos te enganchaste con el encargado, por eso tuviste problemas conmigo!”.
Ante el temor de que la ira siguiera delatando a su cliente, el defensor, Alberto Posse, se apuró en hacerla callar. Pero el contrapunto no se detuvo. Milheim retrucó: “Quiero decir que el jueves pasado, la señora Medina me amenazó en el baño de este tribunal apretándole la panza a mi hija que está embarazada. Me exigió que le diga a Julieta que cambie su declaración”.
Julieta es el nombre de fantasía de María Alejandra Huertas, una mujer que en la etapa de instrucción complica a Milheim como reclutadora de mujeres para las redes de trata. Milheim habló de ella, dijo que compartieron un tiempo en La Rioja, que siguieron en contacto después y que la recibió en su casa cuando, en 2002, Huertas logró escapar de La Rioja después de que Chenga (Fernando José) Gómez le rompiera la mandíbula de un golpe. Según Milheim, Huertas se fue, por su propia voluntad, “a trabajar en prostitución en Río Gallegos”.
Las fichas dispersas del juego que se había planteado de entrada en este juicio no terminaban de ordenarse. Antes de que Milheim pudiera seguir con su declaración, Medina quiso disciplinarla otra vez: “¡Callate, vos, que en el baño me pediste 10 mil pesos para seguir mintiendo!” Esa autoimputación, de todos modos, no constó en actas. Pero el baño del Palacio de Justicia se convirtió en un escenario: cuando se hizo un cuarto intermedio, una docena de cámaras con sus reflectores encendidos siguieron hasta ahí dentro a Medina en busca de una declaración más que la señora se guardó para hoy, cuando hable frente al Tribunal, derecho del que había preferido abstenerse hasta ahora.
Fue después de su vuelta de La Rioja que Milheim tomó contacto con Alberto Sosa, dirigente petrolero con muy buena llegada a la gestión del ex gobernador Julio Miranda, quien también fuera dirigente de ese gremio a nivel nacional. “Yo tenía mi marido, el padre de mis otros hijos, Alejandro González –también imputado en la causa–, pero vivía con Sosa porque él me mantenía y me ayudó a terminar la secundaria. Yo quise que llamaran a declarar a Sosa para que se justifiquen mis ingresos pero mi abogado de entonces, Roberto Flores, se negó, por eso yo digo que no tuve derecho a defenderme”. Flores es ahora defensor de buena parte del grupo de los riojanos y el que arbitró con otro de los defensores, Carlos Posse, la confusión entre los hermanos Gómez –”Chenga” y “Chenguita”, ambos llamados José– que casi termina con una nulidad al comienzo de este juicio.
El resto de la declaración de Milheim estuvo dedicada a desacreditar a Fátima Mansilla, una joven que tenía 16 en 2002, cuando –según consta en la instrucción– vio a Marita Verón cautiva y dopada en casa de Milheim. “Yo la recibí en mi casa porque decía que su tío la había violado y que su mamá le pegaba. Estuvo trabajando en mi casa cuidando a mi mamá, que la quería mucho, pero me traía muchos problemas. Ella tenía el pelo largo por la cintura y un día volví y se lo había cortado así cortito”, dijo Milheim señalando la altura de los hombros sin explicar por qué eso podía ser un problema.
En casa de Milheim también había trabajado María Laura Cejas, haciendo tareas domésticas. Cejas, sin embargo, terminó en Río Gallegos, ubicada en una “plaza”; según Milheim, por invitación de Alejandra Huertas. Igual que Noemí Garzón, quien también pasó por su casa. Fátima Mansilla no llegó a Río Gallegos; según dijo la joven en la instrucción, antes de enviarla a ese destino el propio Ale le pidió que se desvistiera para evaluar cuál era la “plaza” más conveniente para ella. Milheim no se hace cargo de esto, insiste en que todas eran empleadas domésticas que Alberto Sosa pagaba porque ella tenía problemas de salud debidos a los sucesivos embarazos y cesáreas que tuvo –más la muerte de dos bebés–; todos producto de su relación con González, su marido. Y no con Sosa.
Ya eran cerca de las diez de la noche cuando se decidió pasar a cuarto intermedio. La defensa de Milheim pidió custodia para ella y se la otorgaron. La querella, en cambio, pidió custodia para Medina. Pero no para proteger su integridad física si no para evitar que pueda afectar de alguna manera la labor de la Justicia. Fue una solución salomónica para no pedir su detención –”no hoy”, como dijo el querellante Carlos Varela Alvarez frente al tribunal–, tal vez un mínimo anticipo de lo que podría seguir. Este pedido no fue aceptado.
Hoy las sesiones abrirán con la declaración de Hilda Medina, obligada a quebrar el mandato de silencio por la propia rabia que exhibió espontáneamente mientras Milheim declaraba. Lo que es seguro es que ya no podrá mostrarse tan desvalida como lo hizo cuando dio sus datos filiatorios y se declaró madre de nueve hijos, sin apodo alguno, enferma del corazón y mantenida por ellos. Ahora tendrá que responder a qué se debe su alias de “Mamá Lili” y cuáles son las herramientas para generar terror entre las mujeres que rotan por sus locales.
La patada que le dio Milheim al tablero del juicio por la desaparición de Marita Verón reordenó las fichas y echó luz. Ahora la conexión entre Tucumán y La Rioja se ve más clara. La relación entre el poder y estos supuestos “perejiles” que están acusados empieza a dibujarse como una red, la tela de una araña a la que el sol alumbra. Solo que no es un insecto el que teje los hilos.
FUENTE: PÁGINA 12 - POR MARTA DILLÓN